Istikal
Bruno Marcos
En Estambul hay una calle llamada Istikal que es la más cosmopolita de toda la ciudad. Cuenta con cafés, restaurants, librerías, tiendas de flores, tiendas de pianos donde eventuales compradores ensayan a Liszt y un tranvía rojo y blanco del 1900.
Pero si doblas en cualquier esquina y bajas apenas 100 metros te encuentras con una película de Fellini. A uno de sus lados está el barrio armenio del que nadie te da indicaciones, sólo te comentan que allí no hay nada que ver.
Bajamos sólo hasta la primera calle y anduvimos en paralelo a Istikal. De pronto todas las casas eran grises, tres o cuatro pisos, de estilo europeo, y la ropa tendida pasaba de un lado al otro de la calle. Todo desvencijado, algo siniestro, pero con esa atracción de los lugares pobres donde una libertad haragana campa a sus anchas. Guardamos las cámaras con ese ritual de turista que ya viene a ser costumbre en nosotros, esa clausura de la imagen cuando algo se vuelve realmente interesante y nos parece que, por respeto o seguridad, no hay tiempo ni lugar para captar recuerdos, souvenirs. Lo mismo nos ocurrió cuando, ante la excitación de una masa de adolescentes, en Jaipur casi nos linchan o en la persecución del enano en Marrakech o ante la procesión de leprosos que nos perseguían por Benarés.
Lo cierto es que aquí no ocurrió nada. Una verdulera obesa, sentada junto a su mercancía en la acera, comía un racimo de uvas verdes mientras un cestito de mimbre bajaba solitario atado a una cuerdita desde un tercer piso para recoger alguna mercancía. Los chiquillos mal vestidos, respeluzados y sin vigilancia alguna, andaban por ahí. A la verdulera se le cayó el racimo de uvas de entre las manos y, con una trabajosa patada, lo alejó de ella hasta recaer a mis pies. Yo le propiné otra patada que lo hizo rodar hasta un ventanuco a ras de suelo por el que se coló, quien sabe si a una casa en semisótano y a la cara de algún vago que dormitaba a la fresca.
El caso es que todo el mundo es un poco como la calle Istikal de Estambul. Antesdeayer acompañé a mi suegro a resolver alguno de sus negocios cumpliendo la función de chofer y guardaespaldas. Yo, para consolarle, siempre le digo que los problemas de los caseros para cobrar ya salían en las novelas de hace 100 o 200 años, pero no le vale. A la puerta sale a recibirnos un tipo de dientes separados, barbado, media melena azabache peinada hacia atrás y chándal calzado hasta las axilas. Dice mi suegro que le contó él mismo que estuvo en Francia pero que ahora está aquí jubilado –tendrá unos 30 años- por loco. Una anciana tras gruesos cristales de miope se sienta en una silla castellana y nos mira atónita, en la barra dos hombres solitarios que no toman nada, uno a cada punta. Salgo al descansillo y una música como de rock muy duro, como satánica, con una voz más que cascada, suena a más no poder. En el patio un gato negro me quiere hipnotizar, asomo el colodrillo para saber de dónde sale tal sonido y en eso llega él y me comenta que no es tal música ese ruido, que se trata de la homilía del predicador y que ese no da problemas de pago.
En Estambul hay una calle llamada Istikal que es la más cosmopolita de toda la ciudad. Cuenta con cafés, restaurants, librerías, tiendas de flores, tiendas de pianos donde eventuales compradores ensayan a Liszt y un tranvía rojo y blanco del 1900.
Pero si doblas en cualquier esquina y bajas apenas 100 metros te encuentras con una película de Fellini. A uno de sus lados está el barrio armenio del que nadie te da indicaciones, sólo te comentan que allí no hay nada que ver.
Bajamos sólo hasta la primera calle y anduvimos en paralelo a Istikal. De pronto todas las casas eran grises, tres o cuatro pisos, de estilo europeo, y la ropa tendida pasaba de un lado al otro de la calle. Todo desvencijado, algo siniestro, pero con esa atracción de los lugares pobres donde una libertad haragana campa a sus anchas. Guardamos las cámaras con ese ritual de turista que ya viene a ser costumbre en nosotros, esa clausura de la imagen cuando algo se vuelve realmente interesante y nos parece que, por respeto o seguridad, no hay tiempo ni lugar para captar recuerdos, souvenirs. Lo mismo nos ocurrió cuando, ante la excitación de una masa de adolescentes, en Jaipur casi nos linchan o en la persecución del enano en Marrakech o ante la procesión de leprosos que nos perseguían por Benarés.
Lo cierto es que aquí no ocurrió nada. Una verdulera obesa, sentada junto a su mercancía en la acera, comía un racimo de uvas verdes mientras un cestito de mimbre bajaba solitario atado a una cuerdita desde un tercer piso para recoger alguna mercancía. Los chiquillos mal vestidos, respeluzados y sin vigilancia alguna, andaban por ahí. A la verdulera se le cayó el racimo de uvas de entre las manos y, con una trabajosa patada, lo alejó de ella hasta recaer a mis pies. Yo le propiné otra patada que lo hizo rodar hasta un ventanuco a ras de suelo por el que se coló, quien sabe si a una casa en semisótano y a la cara de algún vago que dormitaba a la fresca.
El caso es que todo el mundo es un poco como la calle Istikal de Estambul. Antesdeayer acompañé a mi suegro a resolver alguno de sus negocios cumpliendo la función de chofer y guardaespaldas. Yo, para consolarle, siempre le digo que los problemas de los caseros para cobrar ya salían en las novelas de hace 100 o 200 años, pero no le vale. A la puerta sale a recibirnos un tipo de dientes separados, barbado, media melena azabache peinada hacia atrás y chándal calzado hasta las axilas. Dice mi suegro que le contó él mismo que estuvo en Francia pero que ahora está aquí jubilado –tendrá unos 30 años- por loco. Una anciana tras gruesos cristales de miope se sienta en una silla castellana y nos mira atónita, en la barra dos hombres solitarios que no toman nada, uno a cada punta. Salgo al descansillo y una música como de rock muy duro, como satánica, con una voz más que cascada, suena a más no poder. En el patio un gato negro me quiere hipnotizar, asomo el colodrillo para saber de dónde sale tal sonido y en eso llega él y me comenta que no es tal música ese ruido, que se trata de la homilía del predicador y que ese no da problemas de pago.
4 Comments:
En La foto del fumadero descubro a el espíritu de Dylan T.
Qué calma, qué paz, qué sosiego..
el cuervo es un farsante y el Larsen, otro.
¿y eso, Calcedo?
no puedo dormir, te dooras mucho la pildora con larsenn,no te engañes.al principio era el verbo y ceia q larsen existia pero veo que no es nadie , es una invencion mas de tu juego de palabras y sentimientos vanos.me gusta craven , la pena q entre tampoco en este inferno.voy a tomar la medicacion,mañana quemare el leteo y dante me acompñara
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